El cielo sobre mí es una extensión diáfana, una ola azul que se curva sobre el gris de la ciudad. Lo veo mientras estoy tendido en el suelo frío, y el ruido y las voces se desvanecen, diluidas como sombras. Una nube pasa lenta, indiferente. Luego todo vuelve al silencio.

Un golpe seco, el tranvía que llega por detrás. No tuve tiempo siquiera para entender. Solo un dolor repentino, que arranca el aliento y corre por mi cuerpo como un relámpago.

El cielo ahora es un rectángulo entre los edificios, una rendija que me parece reconocer. Como una ventana escondida, siempre presente, esperando a quien sabe buscar.

Cada rendija es una invitación, como si el cielo supiera esperar, dispuesto a mostrarse solo a quien contempla los detalles.

De niño, bajo la mesa de la cocina, lo miraba acostado como ahora: un pedazo de cielo enmarcado por los flecos del mantel. Era mi refugio secreto, el lugar donde el mundo se hacía pequeño y el cielo infinito, como un amigo silencioso que susurraba historias. Allí, entre lo más simple, encontraba lo inmenso, lo inefable. Nunca quería apartar los ojos de él.

Ahora es el mismo cielo, y pienso en cuántas veces he intentado alcanzarlo. Cada línea que dibujé apuntaba hacia allí. Cada arco, cada piedra buscaba algo más grande. Pero no para mostrarse, no para elevarse sobre los demás: era el anhelo de tocar la belleza, de dar forma al infinito. Siempre me sentí pequeño ante ese misterio.

«¿Aún se mueve?» pregunta una voz. La escucho lejana, como un eco de otro mundo. Alguien se detiene, pero no se acerca demasiado.

«Un pobre desgraciado,» murmura una mujer, el tono incierto. Como si no supiera si quedarse o marcharse.

No me importa. Las palabras se deslizan como hojas llevadas por el viento. No mi nombre, solo algo que hable al cielo. He construido para el cielo, para darle forma entre las piedras. No había nada más que realmente importara.

Una sombra se acerca. Me mira, y quizá me reconoce, pero no dice nada. Su mano roza la mía, y pienso que eso es todo lo que hace falta: una mano, un gesto silencioso. No grandes palabras, no el ruido del mundo.

«Llega la ambulancia dice alguien, con una mezcla de urgencia y alivio, como si el peso de aquella escena comenzara finalmente a disiparse.

Me levantan con cuidado y el cielo se desplaza, se aleja, lo veo una vez más enmarcado por la puerta abierta. Antes de cerrar los ojos, capto un último fragmento.

Está sobre mí, lo sé. Siempre el mismo, desde que nací, y me acompaña ahora que me voy. Está allí para cualquiera, inmutable e infinito, un regalo que no pertenece a nadie, y sin embargo es de quien sabe mirarlo.

Y eso basta.


Lascia un commento